



Ahora sí ya no tenía escapatoria, había sido atrapado por la musa. Así que juntos (con la musa, no con la dama) nos escapamos por el camino de mi amigo Gustavo Gómez Ardila. Con ella acariciándome, disfruté de sus placeres, al recordar que a las 7 de la noche, después de la comida (nosotros al último “golpe” lo llamamos comida, no cena), como no existía el odioso aparatico, nos sentábamos en el andén a “ver” y oír “las películas” de espanto y miedo que contaban los nonos o las nonas con espeluznantes narraciones, sobre personajes venidos del más allá. La película la contaban con todos los detalles y pormenores, que conocían íntimamente y que nos ponían los pelos de punta, porque ellos mismos eran los protagonistas de encuentros, combates, pactos, carreras y escondrijos con aquellos asustadores seres.
Qué susto tan hijuemíchica: el alma empezaba a salirse del cuerpo, los ojos se brotaban, la sangre empezaba a hervir en las venas, un sudor frio recorría nuestro cuerpo, las manos sudaban copiosamente en ese delicioso pero a la vez temeroso momento del inicio de otro viaje al desconocido más allá, cuando veíamos que el nono o la nona empezaba la tarea parsimoniosa de encender el respectivo tabaco “Villamizar”, por el que ya había el primer roce nervioso por quedarnos con el anillo de papel del empaque. Después de la primera bocanada de humo, para llamar la atención, empezaba con su cansada voz: “Recuerdo (otra bocanada) cuando aquí mismito, en San… me topé de manos a boca con…”, y el nombre del fatídico personaje desataba la ola de sustos y miedos. Era el “detente” de todos, que quedábamos petrificados y, como autómatas, con ojos desorbitados seguíamos el expectante relato de esa película que no ocurría allá en la pantalla sino aquí en la vida real.
Era un viaje a lo desconocido con esos diabólicos seres descabezados, mancos o cojos esqueletosos, gritonas o lloronas cuyo lamento se oía lejos cuando estaba cerca y en cambio, cuando estaban lejos, el lamento se percibía al oído. ¡Qué susto! Era un encuentro con mulas que echaban candela por las patas; caballos negros que parecían dragones; diablos con sus botas de fuego, ardiendo; espantos, sustos y miedos personificados y materializados como translúcidas almas en pena; fantasmagóricas calaveras; fosforescentes ataúdes; muertos conocidos que saludaban con la mano fría, entierros (guacas) que sacaban y luego desaparecían a la vista porque “tenían pacto” con el muerto. Y todo esto ocurriendo en sitios por donde nosotros transitábamos, que en ese momento se transformaban en oscuros y peligrosos caminos de borrascosas tempestades con ensordecedores truenos e iban acompañados con personajes reales que teníamos a nuestro lado, pues siempre estaban en el reparto: la tía, el tío, ño fulano, ña fulana, el padrino, la madrina, el compadre o la comadre. Pero lo más impresionante eran los espectaculares efectos especiales que cada uno le ponía a sus cuentos.
Eran bellas alucinaciones dignas de Edgar Allan Poe: el carro fantasma echando chispas por debajo; el desfile del entierro invisible; el gato negro de ojos maledicentes que se transforma en diablo, o en mujer o en pantera; el duende chiquito, rechoncho, cojo y gruñón que se llevaba a los muchachos malos a rastras y, para que los devolviera, sus familias tenían que hacer mucha bulla; el perro diabólico con dientes de piraña; el diablo grandulón de capa negra y sombrero grande, flotando por los aires; la bella dama volando que, cuando ríe, muestra su dentadura desmueletada y sus filosos colmillos; el diablo jugando con monedas de oro por los aires; la clásica bruja volando en la escoba, que se transforma en serpiente, pero que, cuando se reza el Credo de para atrás, se transforma en la persona que es o se convierte en gallinazo, pero cuando se le arrojan unos granos benditos de mostaza también se transforma en la persona que es, y para que lo deje en paz a uno hay que regalarle sal bendecida y con esto también se conoce a la bruja, pues al otro día, unos decían que, la primera mujer con la que uno se encuentre, esa es, o que ella misma iba a solicitar que le regalaran un poquito de sal.
También por esos años de sustos, miedos y apariciones se inició el nadaísmo, y el abogado, poeta y quien sería gobernador de Norte de Santander, Eduardo Cote Lamus, se trajo a Jota Mario Arbeláez a dar un recital poético. Como era obvio en este ambiente fantasmal que se vivía, la citación para el recital no podía ser en otro sitio que el Cementerio Central; y la hora, naturalmente fue la media noche.